Si andas atento, siempre encuentras algún momento mágico en los viajes. A veces, éste consiste en una luz especial, un fulgor que inunda una escena dándole un carácter único y singular. Otras, en la imagen de una persona, alguien en la que atisbas un universo para ti ajeno y desconocido. En ocasiones, en una conversación insólita, inesperada o absurda… En mi último viaje, una amiga comentó esta deliciosa historia mientras comíamos.
Elena:
¡Cómo ha cambiado la vida! Me acuerdo cuando mi padre me apuntó al colegio de La Presentación. Tuvo que llevar el colchón en una mula a través del río, porque las monjas no lo incluían en el hospedaje. ¡Y la primera vez que comimos polos! En mi pueblo había una mujer que no tenía hijos y se compró un frigorífico. Como tenía tiempo libre, hacía muchas cosas…, quiero decir que por eso de no tener hijos. Hacía polos. Llenaba la cubitera con gaseosa de distintos colores, ponía un palillo de los dientes en cada cubito y los congelaba. Los niños íbamos todas las tardes a su casa a comprar un polo que costaba dos reales. Lo más curioso es el trato que tenía la señora con los niños. A los que le devolvían el palillo y no estaba muy mordisqueado, ella le daba la siguiente vez el polo más grande. ¡Te imaginas ahora!